Ana no es una chica corriente,
pero para que supieras esto tendrías que conocerla. Cada tarde a la misma hora
puedes verla dar vueltas y vueltas en aquel animado parque. Ella no lo sabe
pero en el futuro podrá ser lo que se proponga, aunque en realidad sólo desea
correr. Hoy no es un día distinto
y sobre el mismo banco de siempre ha dejado uno de sus dos chandals.
No espero mucho porque en tan sólo un par de minutos la
veo doblar la curva; allí aparece, corre con gracia, pero sé que los gestos le
salen de dentro, no los piensa. Intuyo que sus casi 18 años son una auténtica
provocación de la naturaleza rebosando juventud y frescura, pero sé que ella
vive ajena a la proyección de su imagen y sólo tiene su mente en su tarea. Pasa
ante mi y parece que me mira, pero eso es imposible, y en la soleada tarde de
este miércoles veo como se aleja con su grácil zancada hacia la zona más
concurrida, la zona recreativa, donde puedo oír como unos chavales quizá algo
mayores que ella le dicen algo, entiendo que la piropean e imagino que Ana no
les dirige la mirada, ni cambia su gesto, más aún, se incomoda, porque le
gustaría ser invisible justo como lo soy yo.
Al pasar por el punto que
planifiqué, aquella farola con el cristal apedreado, miro el viejo crono de mi
padre y compruebo como he incrementado el ritmo hasta casi lo previsto, 3´50´´
la última vuelta. Todavía puedo ir más rápido, tengo margen, así que estiro la
zancada y exijo más a mis tobillos. Percibo que la gente de mi alrededor me
mira y no quiero preguntarme que se les pasa por la cabeza, no me interesa. El
camino asfaltado se riza y comienza la pendiente hacia abajo donde aprovecho
para apretar un poco más; me siento bien, por fin me siento bien. Ahora giro
hacia la esquina del recinto, justo donde en la vuelta anterior me pareció ver
esa extraña luz. En ese rincón los rayos del sol se cuelan al atardecer entre
las ramas y forman curiosos reflejos, luces y sombras; es mi lugar favorito
donde me gusta estirar al terminar mis sesiones. En esta ocasión no percibo
ningún reflejo, no hay ningún juego de luces anormal, así que encaro la recta
hacia la zona recreativa mientras aprieto los dientes en lo que va a ser mi
última vuelta. Espero no encontrarme de nuevo a esos muchachos y me alegra
cuando compruebo que ya no están. Estoy llegando de nuevo al punto de partida,
la vieja farola, y acelero todo lo que puedo de forma que cuando cruzo de nuevo
marco unos absolutamente maravillosos 3´32´´, y no me siento cansada; aún así,
aflojo la marcha y comienzo a correr suave para ir dando por terminado el
entreno. En mi rincón favorito estiro y allí, como siempre, me encuentro
acompañada, no me siento ajena.
Ana se pone el viejo chandal y va
caminando hacia su hogar obligado. En la sala de duchas, donde los fríos y
mates azulejos blancos no le devuelven su reflejo, deja caer durante largos
minutos el agua caliente en su joven y atlético cuerpo, y junto el agua y el jabón
también se escurren lágrimas descarriadas que acaban sin remedio en el desagüe
de su vacío. Ahora la veo entrando en su pequeño cuarto, y noto su soledad; me
gustaría decirle que estoy allí pero no puedo. Está cogiendo un libro de la
estantería y se esfuerza por estudiar. Sé que lo hace por cumplir una promesa
que nunca hizo. Pronto le sorprende el timbre marcando el momento de bajar a la
cena y con la disciplina aprendida durante estos últimos 15 años baja, coge su
bandeja y la llena con lo que le ofrece Sor Clara. Se sienta en el mismo rincón
de siempre, lo más alejada posible del resto de chicas, del resto del mundo. En
la tele están echando un reportaje sobre Pompella y sus momias, y por un
momento siento que piensa en el intenso calor y en la muerte instantánea, pero
también piensa que de alguna forma esas momias son eternas.
Las noches son especiales para
Ana, porque el silencio le gusta. Cierra lo ojos y piensa en su padre, en ese
recuerdo al que se aferra su alma: ella va en una pequeña bicicleta con
soportes para mantener el equilibrio y él va corriendo a su lado, le mira y le
sonríe, es lo único que se quedó grabado en su pequeño cerebro de niña. A su
madre no la conoció, porque murió la noche que nació, según le dijeron. Esa
vieja bicicleta y esa efímera carrera es como el Padre Nuestro que hay que
rezar antes de acometer la triste noche. No quiere cerrar los ojos, pero está
cansada y el sueño le alcanza irremediablemente. Se encuentra en lo que parece
una pista de atletismo, pero lo que tendría que ser tartán realmente es algo
parecido a lava, probablemente viene del Vesubio, o quién sabe de dónde; para
no quemarse tiene que ir flotando, tan sólo rozando sus punteras con la
superficie. Allí se ve saltando en un bucle interminable, temiendo caer rendida
y sucumbir hasta ser absorbida por la hirviente superficie hasta momificarse.
Sería una muerte rápida pero ella no quiere perdurar, tan sólo quiere correr.
Sin embargo en una de las esquinas ve una luz, una preciosa luz, y la sigue,
logrando salir hasta verse en campo abierto; no está cansada, así que sigue
flotando de salto en salto. Allá unos metros más adelante hay una bici y una
silueta, ¡es su padre!, y vuela a su encuentro.
Justo cuando Ana
esboza media sonrisa inmersa en su sueño su madre se queda tranquila y sabe que
ha terminado otro duro día. Ana será lo que decida ser, pero sobre todo será un
alma libre.
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