El domingo por la noche, ya en la cama, me costó conciliar el sueño, me había llegado la imagen de mi padre sentado en el inodoro del cuarto de baño de su casa, algo vivido justo unos días antes de su fallecimiento. Allí estábamos mi madre y yo tratando de ayudarle, ante su deterioro y le pude escuchar decir: "Tere vámonos a casa". Obviamente ya estaba en casa, pero su desorientación y cansancio le hacía vivir una realidad paralela. Tengo clavada esa frase la cual resuena de vez en cuando en mi cabeza desde entonces.
El lunes por la tarde me coloqué el frontal y comencé el circuito del
aérodromo con visibles molestias en mi pierna izquierda, aunque conforme
fui calentando fueron remitiendo parcialmente. Sin embargo al comenzar
los cambios de ritmo de 1 minuto comprobé que no iba a ser un entreno de
disfrute; pero lo llevé lo mejor que pude, y la verdad es que conforme
fue avanzando la sesión me fui encontrando algo mejor; unos 10 kilómetros que no me acercan ni me alejan de nada pero lo importante no es para que sirvieron sino que tenía en la cabeza cuando los hice: durante el entreno el recuerdo de mi padre me sirvió de acicate
para mover las piernas, para sentirme vivo, para volver a esa casa a la
que todos deberíamos regresar para sentirnos verdaderamente seguros,
con los nuestros y para siempre. En el fondo es un grito inspirador, un salmo como principio de vida, una excusa para la satisfacción tras el sufrimiento; quizá tenga delante mía una pequeña misión: llevarle a casa, al menos desde mi universo, y para ello tengo una herramienta, mis zancadas.
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